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Capítulo I

Siento la calidez del sol acariciando mi piel. No de forma asfixiante, sino suave, dulce, como el roce de una pluma. Esta sensación me hipnotiza, y, aunque estoy despierta, no quiero abrir los ojos. Ansío robar el tiempo para gozar del sutil abrazo que me llena. Deseo hacer eterno este momento de paz y armonía absoluta.

 

Poco a poco soy consciente de mí misma, del tacto de mi propia piel, de cómo el cabello cae por la espalda, de la luz tras los parpados cerrados, de mi brazo bajo la almohada, el otro sobre ella delante de mi cara y un tercero que reposa en la curvatura de mi cintura. No sé cuánto tiempo he estado disfrutando de esta sensación, ni me interesa saberlo, no necesito correr, no hay nada que hacer, tan solo beber de este momento de felicidad pues nada existe fuera de esta habitación. Nada existe fuera de esta cama. Nada existe más allá de nosotros.

 

No por obligación, sino por capricho, por el puro placer de hacerlo, abro despacio los ojos para contemplar a quien hace perfecto el momento. Aún duerme. Su respiración acompasada hace que eleve ligeramente el pecho para, segundos después, descender de nuevo, y en ese instante, bañado por la luz anaranjada de la mañana de agosto, su cuerpo desnudo me parece lo más hermoso que jamás he visto. Su cara angelical de rasgos marcados pero suaves, aun a falta de la luz de esos ojos verdes, transmite seguridad, paz, amor, todo lo que yo anhelo, es imposible no vislumbrar que solo hace falta unos días a su lado para adorarlo siempre. Su pelo negro cae despreocupado sobre la frente, lo que despierta en mí,
sin saber por qué, algo que creí olvidado.

 

Miro a mi alrededor, y localizo nuestra ropa en el suelo de esta habitación café de la que no quisiera salir. Ese pequeño caos desentona con la sobriedad reinante, tan acorde con el dueño de la casa. A la derecha un gran ventanal deja entrar la luz de la mañana; a través de las translúcidas cortinas puedo ver que este, da paso a una terraza y junto al ventanal, en la esquina, mi reflejo me devuelve una sonrisa risueña desde un elegante espejo de cuerpo entero. Al otro lado, una discreta puerta casi camuflada con el color de las paredes atrapa la manga de una camisa, por lo que deduzco que se trata del armario. Me sorprende ver esa manga asomándose sabiendo como sé, lo maniáticamente ordenado que es Marcos. En la parte opuesta de la pared, una puerta corredera a penas entreabierta no deja ver nada más que una gruesa línea de luz; pero sé que tras ella se esconde el pulcro baño blanco, con un millón de cosas aquí y allá estratégicamente
repartidas.

 

Mueve la mano, sin consciencia de ello, en una breve caricia que hace vibrar cada parte de mi ser y a mi cuerpo se le antoja
recordar la pasión de hace tan solo unas horas…

 

En el momento en que sus labios se posaron sobre los míos, la razón dejó de tener el control de mi cuerpo de nuevo, y fueron la piel, las manos, los labios quienes se adueñaron de mí. Cuando su lengua encontró la mía, al tiempo que sus manos recorrían mi cintura, prendió dentro de mí un fuego que me impulsaba a beber de él, anhelaba dejarme llevar, dejarme acariciar, entrar en un mundo de sensaciones olvidadas para no dar marcha atrás. Coloqué las manos alrededor de su cuello para atraerlo, haciéndole saber que le deseaba tanto como él a mí; que ardía por entregarme a él de forma que hacía mucho tiempo que no me entregaba a nadie.


Permití que bajase la cremallera de mi vestido mientras yo desabotonaba diestramente la camisa de lino blanco de él. Sentí bajo las manos su piel suave y cálida, su tacto me provocó un cosquilleo tan lujurioso que me hizo inclinar la cabeza hacia atrás, dejando sus labios en mi garganta pudiendo sentir su aliento en ella. Puso su mano derecha en mi espalda para acercarme aún más y la otra en mi cadera que bajó por mi muslo hasta encontrar el final de la prenda para colarse bajo ella y así avivar el fuego que latía en mí...

 

Una profunda respiración, un leve temblor en los parpados y…

 

—Buenos días, preciosa.

 

Sonrío.

 

—Hola.

 

Me acaricia y cierro los ojos para sentir su piel en la mía. La mano que hasta hacía unos segundos reposaba inerte en mi cintura cobra ahora vida para recorrerla hasta la espalda y atraerme. Me besa. Me besa como nunca han besado nadie. Me besa como sé que no me volverán a besar.

 

—¿Has dormido bien?

 

—Sí, ¿y tú?

 

—También, pero lo mejor es despertarme contigo. ¿Nos duchamos antes de desayunar?

 

—Vale.

 

Se levanta y me tiende la mano, la agarro para levantarme de la cama y a penas poso los pies en el suelo me envuelve con sus brazos. Roza levemente mis labios y, con delicadeza, como si fuera frágil y valiosa, me gira para reposar mi espalda sobre su pecho sin dejar de abrazarme; apoya la cabeza en mi hombro y con sus brazos entorno a mí, me conduce al baño, donde vuelve a besarme y a estrecharme fuerte. Siento como el fuego de la noche anterior se enciende de nuevo entre nosotros. Puedo anticipar lo que va a pasar en la ducha… Continúa besándome el hombro y yo miro hacia el espejo. Ambos estamos desnudos, enlazados, no se distingue donde acaba uno y comienza el otro…

 

¿Qué estoy haciendo? No es esto lo que quiero.

 

No puedo cometer de nuevo el mismo error.

 

No puedo volver a perderme.

 

¿Acaso el fracaso amoroso, ligado al atropello de mi identidad, no ha logrado hacerme aprender la lección? No debo caer de nuevo en ese laberinto de efímeros sentimientos y eterno sufrimiento, tengo que irme de inmediato o no seré capaz de separarme de él nunca.

 

—Calienta el agua y llena la bañera, en seguida vuelvo.

 

—No tardes, ya te echo de menos.

 

Salgo del baño, cerrando la puerta tras de mí y regreso al dormitorio. Me visto tan rápido como me es posible y salgo de esta casa sin hacer el menor ruido. Marcos no se percata de nada y es que no es la primera vez que me voy a hurtadillas.

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